No bien hubo dado el primer paso, tuvo claro lo que había que hacer. Eran ya demasiados días, meses, años y quizá lustros aguantando lo mismo.
Se sintió fuerte de repente. Fuerte como nunca antes. Vio hacer un gesto a aquel gigante que ahora era simplemente uno más, como él, y fue suficiente.
Mientras caminaba franqueando la distancia que los separaba, el calor iba aumentándole dentro. A cada paso pensó en cada pequeño insulto, cada risa, cada frustración por no poder contestar rápido, por quedarse bloqueado, cada sensación de impotencia por no solucionar lo que no sabía aún gestionar.
Así, aquel niño franqueó los quince metros que parecieron mil, hasta que se algo así como un hombre enfadado se encaró a quien ya le miraba con la misma cara de sorna de siempre, pero esta vez no dudó.
La primera se la dió en la cara. Volvió a darle y luego, al parecer, siguió haciéndolo hasta que se cayó al suelo. Las crónicas no son concluyentes, pero se dice que arrodillado encima aquel otro niño que, tumbado boca arriba y debajo suyo, parecía ahora tan vencido.
Por primera y última vez en su vida siguió pegando. Siguió y siguió sin parar, con golpes cada vez menos fuertes pero más enrabietados, Liberando la tensión que nace de ser etiquetado.
Un chico más mayor llegó de repente y le cogió por detrás poniendo fin a la pelea, que por supuesto tuvo su colofón en un castigo que ahora no podemos concretar, sobre todo porque no importó.